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El salto atrás de Gullón

Hacía mucho frío en Europa y, asolaba los ánimos una guerra del todo incomprensible por tanto bombardeo informativo que nos, dejaba en Babia e inaceptable en sí, como cualquier otra, precisamente porque razones hubo para justificar sus detonaciones. No me sorprendió en Angers (que allí me en contraba en gestión en cuanto a los espléndidos tapices del Apocalipsis, inspirados en nuestros beatos, para que los angevinos luzcan esta primavera en el monasterio sevillano de San Clemente) la noticia de la muerte de Ricardo. Pocas fechas antes, en Monterrey, que es nuestra. casa salmantina, me percaté de que Gullón, en contra de su costumbre largamente mantenida, aseveraba de quodlibet alió con excesiva contundencia. Perseveraba, eso sí, en su dilección tan juvenil por las anécdotas chispeantes así como en su rechazo severo y displicente de cualquier chisme viejo o reciente. En nuestros paseos por la plaza Mayor, ágora de ilustres medallones y tratos ganaderos, presentí, que no tardaría en cumplirse en él esa muerte que según La Bruyére "sorprende sin hacerse temer y se siente antes de haber pensado en prepararse para acogerla". Como otros muchos días primeros del año, recorrimos lugares unamunianos y recordamos algunos de los versos imperecederos de don Miguel. Al hilo de preocupaciones nada literarias, releímos juntos, con José Maeso y Pablo Beltían de Heredia, uno de los sonetos del lírico rosario: el que termina, a modo de profecía hoy" como siempre insoslayable, "sombras de libertad, las libertades". No faltó su visita recogida, implorante la capilla de la Vera Cruz; admiraba la talla de la Virgen con un Cristo cadáver en los brazos y se apoyaba en uno de los míos para arrodillarse (nunca fueron las piernas su peana más firme) ante el Santísimo expuesto día y noche.Pero en Angers todos estos y otros síntomas de que se acercaba su final entre nosotros, no me sirvieron de ningún consuelo. Rehusé varias invitaciones de aquella ciudad, en la que hay muchas cosas bellas, y me retuve en el impersonal cuarto de hotel para llorar a solas. No fui capaz de escribir a su familia: lo hizo sí Cayetana, que adoraba a Ricardo más que a ningún otro amigo mío. ¿Cómo recuperar la voz, si él me la había educado en claves varias: de convivencia humanísima de lecturas rigurosas, de consejos inestimables al editor que he sido? Pretendí aliviarme por mi contribución a que la Real Academia Española llegase a contarle entre sus miembros. Me lo impidió César Vallejo: "Alguien va en un entierro sollozando. /¿Cómo luego ingresar a la Académia?". Me vinieron a las mientes sus muchas cartas; su caligrafia, difícil de ordinario, se había vuelto más que Vacilante en los últimos años. Enemiga me fue la afición a leer que él redobló, para mi mal ahora, desde mis mocedades santanderinas. Di razón a Petrarca en sus Seniles: "Ningún otro, sino el estilo epistolar, muestra mejor el final de la vida". No tenía conmigo ninguno de sus libros; pero hubiese esquivado todos ellos, salvo quiza sus obras narrativas y tempranas: El destello y Fin de semana. Sí toleré saber que dejaba, esparcidos en cuadernos más bien casuales, que guardaba en este o aquel cajón de su casa o entre papeles de índole varia, diarios, apuntes a vuela pluma de las, vivencias frescas, en suma, esa labor que por sincera compone la más noble figuira la del antihéroe.

¡Cuál fue nuestro regocijo cuando empecé a editar a Cioran, el rumano exiliado incluso de su propia escritura! Gullón le había conocido, en los tiempos de Altamira, los de la Escuela, que no de los bisontes, porque Cioran era amigo del boticario de Santillana. En Taurús planeamos la colección, que aún perdura, El escritor y la crítica, proyecto de política expansiva de lo español y lo latinonorteamericano, muy anterior a otras que se impulsan, ahora como nuevas. Una tarde, entré lágrimas, mas con voz implacable, ante un público estremecido (al que yo convoqué en una sala del palacete en Marqués de Salamanca, sede a la sazón de la editorial que dirigía) recitó versos desconocidos de Juan Ramón, que dijo integraban un Cuaderno negro probablemente inexistente. Negra sí era Ia desesperación amante del poeta; la de su rapsoda para nosotros aquella tarde alcanzó rango virgiliano: "Cual por incierta luna y bajo luz maligna, hay camino en los bosques".

Ricardo no impartió nunca docencia marsupial. Dejaba que acertásemos o incurriésemos en errores, que desde luego corregía"sin empacho. En su prólogo 'Imágenes para un retrato de mi libro Las horas situadas, no me ahorra amonestaciones por mis defectos, por la prisa con la que a veces cambio de norte radicalmente y me equivoco en consecuencia un punto: "Lo de ayer ya no interesa lo presente se diluye en el intento de retenerlo. ¿Traerá el mañana la revelación de una complejidad d e tan arduo descifrado?". Ese mañana, si es que llega, ya lo habrá comprendido Ricardo desde su mundo nuevo.

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Distinguió con tino incomparable el fenómeno de la escritura y el arte de escribir. No en vano,Pra, y a mí me indujoa serlo, lector asiduo de cualquier prosa de Henry James. ¿ No existe la escritura en cuanto fenómeno antes que el lenguaje? El arte, en cambio, viene luego. Ricardo, con la muerte, se ha ido también atrás como el Angelus novus de-Paul Klee y Walter Benjamin hacia esa aurora de los últimos filósofos germanos, que es dialogante con el progreso, a la vez que pronóstico oyente, rememorante y meditativo que domina, atraviesa por entero las consignas del auténtico final.

Su obra crítica es tan admirableque entronca con la raza de aquellos creadores de una obra maestra que lo es porque celebra, con magnanimidad, las producciones magistrales de otros. Por eso, en las alturas de su techo y con algunas propiedades del pájaro místico de san Juan de la Cruz, va a lo más alto pone el pico al aire y canta suavemente. Jamás estará solo Donricardo: Galdés, Peredá, Machado y Unamuno y Pepe Hierro y Carlos Salomón y Julio Maruri y tantos escritores primerizos y los tuyos, nosotros, sí, nosotros, vamos a disfrutar de tu compañía desde aquí, donde nos toca seguir estando, un mundo cuya metáfora ya no es la del naufragio, sino un desbordamiento colosal de todos los ríos a cuyos márgenes solíamos sentamos para intentar un poco ser nosotros mismos.

Jesús Aguirre es duque de Alba.

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