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El otro ministerio fiscal

En los turbulentos días que vive la institución a la que servimos desde hace años resulta difícil resistir el impulso de exteriorizar los sentimientos, más incluso que los pensamientos que tan azaroso acontecer genera.Y es que, ante el degradante espectáculo que día a día ofrece un escueto, ínfimo, nada representativo sector de la justicia, -aún dotado de tal capacidad mediática que le transforma en aparente escaparate de aquélla-, no es de recibo que la discreción con que solemos comportamos se confunda con pasividad o, peor aún, con algún género de complicidad silenciosa.

Es posible que lo que hoy acontece tenga mucho que ver con la evidencia de un aparato de justicia que vive en buena medida al margen del proceso democratizador que penetró el resto de instituciones en los últimos años.

Es más que posible, por ello, que sobreviva entre nosotros un profundo espíritu oligárquico que percibe como un insulto el calificativo de "servicio público" que nos define y justifica, defendiendo, por contra, con irritación mal disimulada, la idea de poder y la de autoridad que lo sostiene, como únicos referentes frente, sobre y, si necesario fuera, contra una sociedad a la que, lejos de servir, se exige reverencia desde la prepotencia majestuosa de quien se sabe superior.

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Es posible que muchos de entre nosotros no hayan comprendido nunca o hayan olvidado que las abstracciones que componen nuestro lenguaje jurídico no pasan de ser instrumentos técnicos para la aplicación-justade la ley y los traten como un fin en sí mismos o, peor aún, se sirvan de ellos para maquillar un mero ejercicio voluntarista de poder, al servicio de sus propios y nunca explicitados prejuicios -a veces, raras por fortuna, burdos intereses personales-, ocultos bajo el tenue disfraz de grandes principios con que se presentan. Es probable que la ausencia de transparencia y control democráticos, el exceso de espíritu corporativo, la prepotencia en el ejercicio de la autoridad, la negación del servicio público y la prevalencia de las abstracciones jurídicas sobre las realidades sociológicas hayan alejado en demasía: a la Administración de justicia del ciudadano, doblemente victimizado por el problema que le aqueja y por la ausencia de respuesta idónea por parte de quien debiera dársela.

De todo eso es preciso ser conscientes cuando, a pesar de ello o por ello mismo, queremos decir a la sociedad que existe otro modo de hacer justicia; que somos mayoría quienes creemos que la justicia puede y debe ser otra cosa; más cercana, menos prepotente, más comprensible, más responsable. Que somos muchos quienes, en el ministerio fiscal, reconocemos en el servicio a la sociedad la fuente inexcusable de legitimidad en el ejercicio del poder que en nosotros esa sociedad deposita. Institución, pues, al, servicio de los ciudadanos, impregnada de carácter público, entendido lo público en el más noble de los sentidos: lo del conjunto, lo del colectivo, titular de interés difuso hacia cuya defensa debe nuestro ministerio orientar su acción, sin perder en ningún caso el sentido de lo concreto; esto es, sensible siempre ante el drama individual de quien aparece enfrentado al orden colectivamente asumido.

Siendo inexcusable, como instancia de control social, su ubicación entre los poderes del Estado, la relación con éstos jamás debe encararse desde una actitud de enfrentamiento beligerante, pues cada poder, desde su lógica peculiar, cree servir los intereses generales.

Desde tal punto de vista resulta más evidente la esterilidad a que ha conducido nuestra incapacidad para racionalizar el -siempre espinoso, es cierto- problema de la `vinculación con el poder ejecutivo, obstáculo perenne a cualquier reforma estructural -la asunción de la dirección de la investigación, por ejemplo-, cuya engolada fachada ha dado también cobertura a motivaciones -resistencias al cambio en el colectivo de fiscales; falta de voluntad política para asumir el costo...- tan reales como escasamente confesables.

Abusos puntuales por parte de aquél en su privilegiada relación con el fiscal -algunos tan recientes y expresivos de ningún modo pueden servir para justificar la obsesión de otros tan interesada, por cierto- por la progresiva "demonización" de la institución, peligrosa transmisora de intereses bastardos, en tanto que inspirados por el poder bajo sospecha por excelencia, el ejecutivo.

Los días que corren están poniendo de relieve, sin embargo, que los evidentes avances detectados en el control judicial del poder ejecutivo, sólo lenta y costosamente se ven acompañados por la mejora de los mecanismos de control de una actividad judicial cuyos desmanes al amparo de un tan omnicomprensivo y polivalente como finalmente ininteligible concepto de independencia son percibidos por el ciudadano desde la resignada indignación que a las víctimas produce la impunidad de su verdugo.

Desde la obviedad que supone reconocer como esencia de la democracia el recíproco control de los poderes, negándonos a aceptar sin más la superioridad ética de cualquiera de ellos, quizá resulte útil recordar que la vinculación del ministerio fiscal al poder ejecutivo -a través de la propuesta de quien ha de dirigir la institución, hecha al Rey por un Gobierno legitimado en las urnas- es, antes que otra cosa, una fuente de legitimación democrática que, además de prevista en el mismísimo texto constitucional, resulta plenamente compatible con la dotación a quien así nace de un marco legal que garantice su necesaria autonomía.

No debemos, sin embargo, seguir empobreciendo el debate, obsesivamente limitado a la cuestión de la legitimidad de origen. Preferible parece no descuidar la transparencia de la legitimidad de ejercicio: el fiscal se legitima por su capacidad de defensa de la sociedad, desde la más estricta legalidad e imparcialidad. Y ha de hacerlo con criterios unitarios (que, al servicio de la seguridad jurídica, constituyen factor indispensable de cohesión del por naturaleza disperso criterio judicial) viables desde la inexcusable vigencia del principio de dependencia jerárquica.

La defensáde la ley -esto es, del marco de convivencia tal cual emana del Parlamentoresulta especialmente necesaria cuando se ha impuesto entre los operadores jurídicos una jurisprudencia de principios que, ante lagunas reales o supuestas, se traduce en la directa aplicación de los principios constitucionales -eso sí, en la pec iar

ul versión del concreto operador-, lo que, en el ámbito de los tribunales, ya se ha traducido en una ¡limitada dispersión de criterios, en permanente con-tradicción, detectada incluso, para mayor escarnio, en aquellos órganos colegiados que cuentan entre sus fines la necesaria unificación de doctrina.

La inseguridad jurídica que tal comportamiento genera debiera parecer razón bastante para que al tiempo que unos, los jueces, reflexionan acerca de la legitimación democrática de su delicado quehacer -como se ha dicho recientemente, la aplicación motivada de la ley-, otros, los responsables políticos, perciban hasta qué punto lo trascendente de la misión constitucional de defensa de la ley que al fiscal compete exige la potenciación de la institución, que comienza, sin duda, por el reforzamiento de su imparcialidad, base primordial de su prestigio, y, con él, del respeto que su función ha de merecer. Imparcialidad que presupone un marco jurídico que haga realidad la autonomía del ministerio fiscal frente a los poderes ejecutivo y judicial, en el que los mecanismos garantizadores de aquélla -la atribución al fiscal general de la palabra última en el ámbito disciplinario, por ejemplo- se vean compensados por una efectiva responsabilidad política ante el órgano representativo de la voluntad popular: el Parlamento, único poder capaz de controlar la legitimidad de ejercicio de la institución; esto es, su dedicación a la defensa de la sociedad desde la más estricta legalidad e imparcialidad.

El Foro Alonso Martínez está compuesto por Félix Pantoja Garcia, María Ángeles Sánchez Conde, Mariano Fernández Bermejo, Antonio Narváez Rodríguez, Pedro Crespo Barquero, Paloma Iglesias Moreno, Joaquín Sánchez Covisa Villa, Alfredo Ramos Sánchez, Eduardo Esteban Rincón" Justino Zapatero Gómez, Patricia Fernández Olalla, Antonio Camacho Vizcaíno, Pilar Rodríguez Fernández, Esmeralda Rasillo López, Ana María Martín Martín de la Escalera, Antonio Romeral Moraleda, Carlos Saiz Díaz, María del Mar Cuesta Sánchez y Pedro Martínez Torrijos, todos ellos fiscales de diferentes tendencias ideológicas.

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