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FÚTBOL Internacional

Maradona y Argentina: cocaína y corazón

¿De qué es culpable Maradona? Aquellos que en Argentina siempre le negaron al Pelusa el dolor, hoy siguen inflando un negocio que está a punto de reventar

En la espléndida noche de verano del pasado martes una multitud de padres que llevaban a sus niños de la mano vestidos con la camiseta celeste y blanca de Argentina colmó las tribunas y plateas de madera del viejo estadio del Ferrocarril Oeste, situado en el centro de Buenos Aires, para despedir a la selección Sub 23 que jugaba el último amistoso frente a Venezuela antes de marcharse a disputar el torneo preolímpico suramericano en Brasil. La recaudación del encuentro se destinaría a los damnificados por las inundaciones en Venezuela y había ambiente de fiesta porque jugaban los mejores pibes de la nueva camada: Riquelme, Saviola, Aimar, Placente, Cambiasso, Scaloni, Biagini, Duscher y compañía.De pronto, sin anuncios ni barras bravas (grupos ultras) liderando el grito, sin que nadie promoviera la ovación, el estadio entero pareció sacudirse. Fue un "Olé, olé, ole, Diegooo, Diegoooo" estremecedor. Los padres animaban a sus hijos a ponerse de pie. Todavía no habían entrado los equipos al campo de juego. Las luces se encendieron a pleno para admirar a ese Diego ausente que la gente veía correr entre las sombras vestido de jugador, tocando el balón con "la mano de Dios" para convertir el primer gol frente a Inglaterra, y el segundo, y alzando la Copa del Mundo. El público comenzó a brincar al grito de "el que no salta es un inglés, el que no salta es un inglés". Los tablones de madera se arqueaban y crujían. Enseguida continuaron con el "brasileño, que amargado se te ve, Maradona es más grande, es más grande que Pelé". Y cerraron el recital de cinco minutos con un "Maradooó, Maradooó" que se fue apagando hasta el murmullo. Para entonces ya jugaba Argentina, Riquelme convertía a los tres minutos de juego el primer gol con un remate franco colocado en la escuadra y los últimos "maradoo" se confundieron con los gritos del festejo.

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Hace ya más de veinte años, cuando todavía pertenecía al Argentinos Juniors, cuatro ayudantes del cuerpo técnico debían retener a Maradona de los brazos y las piernas para que pudiera soportar el dolor de una infiltración anestésica que el médico debía realizarle a la altura de la rodilla, donde le habían golpeado. La fina y larga aguja de la jeringa impresionaba. Diego se mordió los dientes y aguantó. El modesto Argentinos Juniors iba entre los primeros y se enfrentaba al poderoso Boca. Sin él no había esperanzas. Diego tenía que entrar sí o sí. Y jugó, y convirtió tres goles, los tres inolvidables, y Argentinos Juniors ganó 5-3.

Diez años más tarde, cuando ya consumía cocaína y jugaba para el Nápoles, cuando ya había ganado los títulos con el club y también la Copa del Mundo de 1986, el entrenador Carlos Bilardo le convocó nuevamente para que salvara al mediocre equipo argentino que iba a defender el título en 1990. Diego se había sometido a una desintoxicación antes del torneo pero, como se sabe, al obsesivo Bilardo sólo le interesan los resultados, no las personas. En la primera fase a Maradona le golpearon tan duramente en el tobillo que parecía llevar injertada en el empeine una pelota de tenis. No podía entrenar, ni calzarse las botas y casi ni caminar. Bilardo también recurrió a las agujas y le infiltraron antes de cada partido hasta la final frente a Alemania. En el camino, jugando mal, y con mucha fortuna, Argentina dejó atrás al poderoso Brasil, a Yugoslavia y luego al local y favorito, Italia.

Tres imágenes quedaron de aquel torneo: Maradona con el tobillo inflamado, Maradona insultando a todo el estadio colmado de italianos que silbaban el himno argentino, y Maradona llorando tras la derrota por 0-1 y de penalti en la final frente a Alemania, cuando comprobó que el colegiado mexicano Codesal estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para cumplir con las instrucciones del capo de la FIFA, João Havelange: impedir de cualquier modo que ese desbocado Maradona capaz de decir cualquier cosa y también la verdad más cruda, fuera nuevamente campeón.

Un 17 de octubre, el día que los peronistas argentinos llaman "de la lealtad" porque recuerdan el 17 de octubre de 1945 cuando las masas salieron a la calle para pedir por el general Juan Perón, un Maradona ya grande, que llevaba pintada en la cabeza una franja de pelo amarillo, regresó nuevamente para jugar en el Boca. El estadio retumbó con las bombas de estruendo y se iluminó con los fuegos de artificio. La multitud descamisada, que se apostó frente a las taquillas varios días antes, llegaba desde los sitios más remotos del país.

La relación cuerpo a cuerpo de Maradona y la gente se fue bordando sin intermediarios desde que tenía 12 años y los aficionados se pasaban la voz, "hay que ir a ver un pibe que la descose en Argentinos Juniors". La crítica, los analistas, esa clase de personas que comen y luego piensan mientras beben una copa y el café, siempre llegaron después. Ahora están otra vez ahí para hacer saber cómo son las cosas y prevenir de paso a los que compran las localidades más baratas del sistema sobre los riesgos de mezclar cocaína y corazón.

En medio del vocerío se oye a Bilardo decir que "no", que nunca supo nada y nunca habló con Maradona de estos temas, ni siquiera cuando le llevó a Sevilla en 1992 para ver si todavía era posible que le salve una vez más. ¿Para qué saber? También se escucha a los que dicen cuidarle y protegerle. ¿De qué? Ellos son los que le han negado a Maradona el necesario dolor, de la rodilla, del tobilllo, del alma y su tiempo de reparación natural. Y siguen ahí, con la fina y larga aguja lista para infiltrar palabras, excusas, interpretaciones, polvos, pastillas. Inflando un negocio que está a punto de reventar.

Queda, al recoger la hojarasca de imágenes, escritos y declaraciones, una pregunta que nadie sabe bien a quién hacer -¿a los directivos, a la prensa, al mundo del fútbol, a la sociedad?-. Ese tipo de preguntas absurdas, nocturnas, de verano, que se piensan en los tablones del viejo estadio y de cara a las estrellas mientras la multitud canta su nombre: ¿De qué es culpable Maradona? ¿De haber nacido en una chabola? ¿De saber hacer naturalmente con el balón aquello que estremeció el alma de los aficionados durante tantos años? ¿De ser quién es? ¿De vivir? ¿De qué? Pero nada de debates, por favor, ya basta. A discutir fuera de aquí, el corazón de Diego descansa tranquilo y sin reproches en la madera noble de la tribuna popular.

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