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Columna
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Bibliotecas

Leo que el sistema público andaluz de bibliotecas incumple los mínimos que fija la Junta en lo que a instalaciones, uso y dotación se refiere, y yo pienso en esos modestos milagros, las bibliotecas. Una biblioteca, como una nación o un poema, no es idéntica a la suma de sus miembros: hay una suerte de ectoplasma, de presencia soberana en una biblioteca que trasciende a todos sus libros. La primera vez que yo vi una biblioteca, y no meramente una colección de volúmenes, fue en casa del vecino de un primo mío. Al final del pasillo, casi oculto, alejado de las visitas profanas que tomaban café en el salón o la cocina, se hallaba aquel extraño aposento, mezcla de laboratorio y guardarropía. Recuerdo que al asomarme, antes de que me riñeran por tratar de trasponer un espacio que no debía, me abrumó la sensación de muchedumbre: masas de libros flotaban en el aire hasta el techo, comprimidos en sus estantes, pisoteándose los lomos en su lucha por ofrecer el título al agobiado espectador que los observaba desde abajo. Muchas veces, en los insomnios, he pensado en esos libros retenidos en las baldas, huérfanos, casi tímidos, mezclándose obscenamente los unos con los otros e intercambiando quizá el plasma de sus signos, alterando de modo minúsculo, con la complicidad de la noche, una coma inútil o las consonantes de un verso.

He conocido muchas bibliotecas, pero ninguna me ha sido más imprescindible que la biblioteca pública de mi barrio, donde fui admitido en la alta sociedad de la literatura. Hasta ella, mis encuentros con otras, la de mi casa, la de algún amigo, la del instituto, no habían sido más que escaramuzas, atisbos incompletos, relaciones decepcionantes que se truncaban antes de alcanzar el clímax. La biblioteca de mi adolescencia, sustentada por el Ayuntamiento del pueblo, era un sótano cúbico con olor a humedad que se hallaba al final de un callejón sin alumbrar. Para alcanzarla yo caminaba quince minutos desde mi casa, atravesaba una plaza llena de individuos con motos y porros, me demoraba en contemplar los escaparates de los bazares mientras anticipaba el placer de buscar entre los títulos, con la cabeza inclinada, de sacar el primer libro y leer la frase de cabecera con la misma lentitud eléctrica de los labios que otorgan el primer beso: Alguien debía de haber calumniado a Joseph K., Al volante de un Chevrolet por la carretera de Sintra, La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió. Sin duda, lo que soy hoy -no sé si mucho- se lo debo a aquel local angosto, cubierto de volúmenes más al modo de una licorería o un almacén de verduras, por el que paseaba sin quitarme el abrigo (el abrigo en cuyo bolsillo derecho cabían aplicadamente los libritos de Alianza), donde me agachaba para estudiar los estantes inferiores hasta que me dolían los músculos de las piernas y oía la ametralladora de la lluvia en las ventanas de arriba, bañando la ropa tendida que se atisbaba entre los montantes. Allí yo conocí a Borges y a Cortázar, a los clásicos rusos y latinos. Un día, el Ayuntamiento la mudó a un emplazamiento más salubre y luminoso y europeo y yo supe que un trozo de mi joven vida se había muerto como una mascota vieja. Y no quiero ni imaginar qué podría ser de nadie sin tener una biblioteca de guardia, a quince minutos de casa, un día de lluvia en que sea necesaria.

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