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Columna
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Fascinados

Marcuse convenció a mi generación de que el capitalismo lo convierte todo en mercancía, y que lo uno y lo contrario, lo bello y lo feo, lo justo y lo canalla se conjugan en caos aparente porque lo que importa es vender y consumir. Las modas retro, las nostalgias por estilos, exotismos y personajes de lo más variado se convierten en motor de políticas de imagen y de comunicación cuyo objetivo es el entretenimiento de las masas mientras los grandes negocios o las miserias de siempre se desarrollan fuera de la vista del público. La fascinación que se proyecta sobre hechos, personajes, monumentos, iconos, libros, ciudades o instituciones sirve entonces para la recreación de todos los mitos -buenos o malos, ¡qué más da!- que los mecenas e impulsores planifican para su propia gloria. Entre los valencianos que necesitábamos razones convincentes para adosar a nuestro propósito de construcción nacional, hubo un tiempo que la palma de la fascinación se la llevaba el Rey Jaume I; su mito de libertador, sabio y ecuánime se vendría abajo en cuanto se profundizó en el asunto; después, apostamos por la revuelta de los agermanados, hasta que descubrimos con horror que, si bien representaban un incipiente y más que dudoso poder ciudadano frente a la nobleza carrinclona, bautizaban a la fuerza a los moriscos y fueron el terror de la minoría islámica, apartada en guetos previamente gracias a la magnanimidad de nuestros flamantes reyes, descendientes de los Urgell o los Trastámara. Cuando decidimos que la expulsión de los moriscos abrió una crisis de incalculables consecuencias, los historiadores del dato a pie de obra formularon que no había tal. Si buena parte del siglo XVI, el XVII y el XVIII se nos presentaron como decadentes y origen de nuestros males recientes, pronto vino el desmentido con la exhumación de una Ilustración digna de un museo adosado. Huérfanos de consuelo, la Guerra de Sucesión vino a cubrir el mito del despojo a manos del invasor, hasta que Kamen explicó que ese Rey denostado cuyo retrato estuvo boca abajo en Xàtiva, admitió haberse equivocado en la represión, y que, en resumidas cuentas, tampoco fue tan odiado. Nos creímos el mito del republicanismo valenciano, y la Valencia aspirante a Atenas del Mediterráneo, para descubrir con pesar que sólo era una más de las ideologías en liza, y ni siquiera hubo unanimidad y coherencia en sus propósitos. Nos entregamos exhaustos al mito obrerista protagonista de derrotas heroicas y descubrimos que la CNT quería un Estatuto de Autonomía para los valencianos, juntos con Murcia y Albacete... Desempolvamos alegremente la catalanidad, y se alzó una tormenta fratricida que aún dura. Las fascinaciones acabaron casi siempre como el sueño de la razón, produciendo monstruos. En los últimos tiempos, y especialmente en estos días, hemos (han) rescatado a la familia Borja de su incómodo lugar en la historia a cuenta de celebrar los 500 años de la creación del Estudi General. ¿Despertaremos una vez más, compungidos por el saldo melifluo de otra inversión rehabilitadora? Si las inevitables fiebres del revival se proyectasen sobre hombres y pensamientos justos, si la irresistible pulsión conmemorativa se circunscribiese a aquello o a aquellos que dieron testimonio de bondad y desprendimiento en su tiempo, como, por ejemplo, Antonio Abad (con permiso de los arrianos, a quienes reprimió) cuya festividad celebramos hoy, no nos frustraríamos tan a menudo.

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