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Presidente por fortuna

La presidencia de George W. Bush inaugura una experiencia casi sin precedentes en los últimos setenta años: un gobierno unificado del Partido Republicano.

Desde que el desafortunado Herbert Hoover presidió los inicios de la Gran Depresión con una mayoría republicana en las dos cámaras del Congreso, el gobierno de Estados Unidos había estado en manos, bien de presidentes demócratas con mayoría en el Congreso, bien de presidentes republicanos sin mayoría congresual que tenían que gobernar con apoyos legislativos de los demócratas, bien -como novedad durante la mayor parte del periodo de Bill Clinton- de un presidente demócrata que compartía el poder con una mayoría congresual republicana.

El gobierno unificado republicano de George W. Bush rompe, pues, con muchas décadas de participación demócrata en el gobierno y puede interrumpir la cooperación entre los dos partidos, especialmente si es percibido por el ala derecha republicana como una nueva oportunidad para una política de confrontación. Hace dos años, cuando la estrategia promovida por los neoconservadores y la Coalición Cristiana que llevó al impeachment de Clinton fue duramente castigada por los votantes en las elecciones legislativas, la candidatura de W. fue concebida por ciertos círculos empresariales y políticos republicanos como una reacción audaz, casi desesperada, a la ausencia de liderazgo del partido. Se apostó entonces por elegir un apellido indiscutible, sin implicación visible en la desastrosa campaña del impeachment, que cumpliera sólo con la condición de tener alguna victoria electoral reciente y buena recepción inicial en las encuestas, al que se cubrió literalmente de dólares para convertirlo en un candidato presidencial viable.

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Tras aquella inesperada designación, la elección de Bush -que ahora abre una nueva etapa en la historia política estadounidense- ha sido un ejemplo antológico de la importancia del azar y las pequeñas decisiones estratégicas en la política, así como del papel decisivo de ciertas instituciones restrictivas para que un resultado como éste pueda tener lugar. Es razonable suponer que Al Gore hubiera ganado si, por ejemplo, unos cuantos partidarios más de Ralph Nader hubieran votado estratégicamente por el candidato demócrata, el vicepresidente hubiera movilizado a más electores en su Estado adoptivo, Tennessee, o hubiera permitido que Clinton hiciera campaña en Arkansas, más negros hubieran superado las trabas administrativas para votar, unos cuantos centenares de votantes del condado de Palm Beach no se hubieran confundido y hubieran dado su voto a Pat Buchanan, no se usaran tarjetas perforadas para votar, tal vez si los abogados de Gore hubieran requerido desde el principio un mismo tipo de recuento manual en todos los condados de Florida, el hermano del candidato republicano, el gobernador Jeb Bush, no hubiera controlado tan a fondo la maquinaria estatal o la mayoría de los miembros del Tribunal Supremo no hubieran sido nombrados por presidentes republicanos.

Estas y otras circunstancias parecidas han conformado en esta elección la fortuna o azar, uno de los dos componentes del arte de la política, junto con la virtú o acierto estratégico, como sabemos desde los maestros florentinos.

No es legítimo argüir que, con otras reglas del juego -por ejemplo, la elección directa del presidente sin Colegio Electoral-, habría ganado Gore porque obtuvo más votos populares que su rival. Como bien repuso el candidato republicano, si las reglas del juego hubieran sido distintas, las estrategias de campaña también habrían variado y, así, si la regla hubiera sido una mayoría relativa de los votos populares, Bush, en vez de tratar de ganar por la mínima en Estados intermedios o adversos (como Ohio o los ya citados Tennessee y Arkansas), podría haber intentado movilizar a más simpatizantes en terreno propio, incluido Tejas.

Si la regla hubiera sido otra, por ejemplo, la mayoría absoluta con segunda vuelta (con la que se elige a la mayoría de los presidentes en América Latina), presumiblemente los votantes habrían votado más sinceramente en la primera vuelta por candidatos menores, como Nader y Buchanan, incentivando así ulteriores acuerdos multipartidistas. Distintas reglas institucionales generan distintas candidaturas, distintas agendas de temas de debate público y distintas estrategias de campaña. Dadas las reglas del juego y con las estrategias correspondientes, W. ganó.

Pero si algo mostró claramente la elección de Bush es que las instituciones simples y restrictivas son más propensas a la manipulación de las candidaturas, la agenda y la campaña y conceden mayor importancia a la fortuna en la producción de un ganador que las instituciones pluralistas e inclusivas.

Concretamente, es más fácil una victoria por azar en una elección presidencial por mayoría relativa o su variante con Colegio Electoral, la cual produce siempre un solo ganador absoluto, que, por ejemplo, en un régimen de tipo parlamentario con representación proporcional, el cual promueve acuerdos entre múltiples ganadores parciales. De hecho, el resultado de la pasada elección presidencial de Estados Unidos fue un empate, ya que -se cuenten los votos como se cuenten- la diferencia entre los dos candidatos fue menor que el error estadístico en cualquier recuento de varias decenas de millones de votos. Pero lo dramático del caso es que las instituciones vigentes forzaron a proclamar un solo ganador, aunque hubiera obtenido sólo una minoría de los votos, y a declarar perdedores absolutos a todos los demás. Mientras que el presidencialismo bipartidista induce polarización, incluso tras unas elecciones como las del pasado noviembre, en las que se observó una gran moderación del electorado, el parlamentarismo multipartidista induce la formación de coaliciones mayoritarias en el Parlamento basadas en una mayoría de los votos populares; es decir, promueve el pacto y el consenso aun si el electorado está dividido en múltiples tendencias.

Tras la elección de George W. Bush se oyeron en Estados Unidos algunas voces pidiendo una reforma institucional o, al menos, el cambio del sistema electoral.

Pero pocas veces un gobierno unificado que ha obtenido una tan alta concentración del poder gracias a las reglas institucionales existentes procede con agrado a su modificación. La afortunada presidencia de W. más bien preludia, por ahora, revancha y confrontación.

Josep M. Colomer es profesor de investigación en Ciencia Política en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas.

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