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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Mucho más difícil

Debido a una dificultad doméstica de fácil solución que me empeñé en complicar inútilmente, el único responsable de que llegáramos con retraso a Figueres fui yo. Y aunque la vertiginosa solidez germánica del vehículo y la enérgica vitalidad del conductor me hicieron creer que habíamos alcanzado nuestro destino antes de abandonar el punto de partida, entramos en la sala principal del Museo del Empordà, donde se inauguraba Edèn, la exposición de Leo Beard que se puede contemplar hasta el 17 de junio, cuando lo que reinaba en el ambiente era el trajín y el desorden de las despedidas. No tuvimos oportunidad de saludar al artista hasta después de haber aquilatado apresuradamente la obra, compuesta por unas figuras de líneas naturales que podrían desvanecerse de no ser por la obsesiva fijeza que les confiere la intensidad fabuladora de Leo Beard: el espacio poético de su pintura se halla en la frontera del contrasentido y juega fértilmente con los recursos proporcionados por una aparente inhabilidad técnica, exasperando un entumecido lenguaje figurativo y abriéndolo violentamente hacia un ámbito nuevo. También habíamos reconocido en ellas el nítido deslumbre del carácter alegre y volcánico de su autor, que ya desoía con una carcajada monumental los elogios sobre la técnica mixta utilizada, sobre las logradas combinaciones entre la pintura y el ordenador, y nos daba enseguida las instrucciones pertinentes para llegar sin pérdida ni rodeos a Vilanant, el pueblo ampurdanés que lo acoge desde hace 15 años y donde tiene su taller, una antigua sala de baile habilitada en aquella ocasión como comedor para celebrar su retorno al juicio público después de cuatro años de silencio.

Exposición de Leo Beard en el Museo del Empordà de Figueres. Su trabajo parece el de un conceptualista, pero él lo considera algo sencillo

Era fácil adherirse a la comitiva que entonces se ponía en marcha, pero fui yo también el responsable de llegar con retraso a Vilanant: antes de salir del museo, obligué a mis amigos a que conocieran la obra de un pintor casi clandestino llamado Josep Blanquet. No tuve en cuenta la hora -eran cerca de las tres y las salas ya habían cerrado- y aún no sé cómo pude convencer a Anna Capella, la directora del museo, languideciente de hambre, para que permitiera acercarnos fugazmente a los pocos cuadros localizados de aquel pintor que tanto entusiasmó a Dalí: contemplándolos, hay que considerar como certera la idea de que, antes de ser capaz de mirarse a uno mismo, el hombre ha sido capaz de mirar a su alrededor y reproducir e interpretar el mundo que lo rodea, sin enmascarar con lenguajes cifrados ni códigos ocultos la desnudez bella y expresiva de la pintura.

Ciertamente, llegar hasta Vilanant era fácil, pero cuando nos extraviamos por tercera vez siguiendo mis indicaciones, que parecían transformar la recta de la carretera en un laberinto con curvas inexpugnables, las miradas que me rodeaban en nada se parecían al viento suave de la tarde ni a la serenidad de los campos -sombras vivas y colores rotundos- que tranquilamente se doraban al sol. Al fin, cuando topamos con el cruce correcto gracias a las amables orientaciones de un labriego que parecía ocultarse detrás de un artilugio cuyo nombre ignoro, todos estaban de acuerdo en que mi especialidad era convertir algo extremadamente sencillo en una aparatosa dificultad. Semejaba el taller de Leo una edénica fiesta de pueblo, como si la sala de baile hubiera vuelto por sus fueros, pero todo el mundo había terminado ya de comer y, entre el revuelo de niños, el pintor y su pareja se atrevían a simular algunos pasos de tango. Apenas probé nada de los platos que nos habían reservado, de repente fascinado al encontrarme ante una escena presidida por el subversivo brillo elemental que informa el talento de Leo Beard.

Cuando al fin pude hablar con él sin interrupciones, le sometí a un sesudísimo interrogatorio sobre los colores vivos y sobre las sombras rotundas que abundan en sus cuadros, que no siempre van unidas a lo siniestro y perturbardor. Especulé también acerca de los motivos que incitan a sus personajes a esconderse dentro de una bañera o entre un neumático gigantesco, o a mostrarse exhibiendo artilugios impropios: un boxeador fuera del ring aparece con una máscara de esgrima cubriéndole el rostro, y el pescador que exhibe un pez de proporciones de campeonato parece ir disfrazado de payaso. O quizá, lo que sería lo mismo, se trata de un payaso sosteniendo un pez y alguien, con vestido de calle, esgrime unos guantes de boxeo mientras oculta su identidad como si participara en un torneo de esgrima. Quise explicarle las causas de la ambigüedad de sus figuras y, animado porque nada decía en contra y por una sonrisa que entendí como la confirmación de mis hipótesis, hasta aventuré las complicadísimas razones que le impulsaban a pintar los marcos dentro de los cuadros. Aún ahora recuerdo el gesto de desesperanza que cruzó su cara, desvanecida ya la ironía, y recuerdo también al pie de la letra las palabras que me dijo después de estallar en una carcajada monumental: 'Temo que te decepcionaré, pero me parece que todo es mucho más sencillo, más fácil, mucho más fácil'. Más allá de cualquier código cifrado o lenguaje oculto, el entusiasmo de Leo Beard es contagioso.

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