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Columna
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La mujer en la cueva

Vicente Molina Foix

Los artistas son los historiadores del secreto. Está en su lógica que toda narración, toda representación escénica o pictórica apunte a desvelar lo que la realidad recoge banalmente en su primera capa visible. Pero también los más grandes libros o películas son viajes de regreso al misterio, pues no se escribe para ayudar al mundo sino para ayudarnos en el mundo, y la mejor salvación -o la única- es explorar y fortalecer esa zona de incertidumbre, locura llevadera y deseo que nos hace seres imaginarios en una sociedad cada vez más volcada a las cosas tangibles, fungibles y comestibles.

Estamos en guerra, aunque los españoles en realidad no lo sepamos a ciencia cierta, pues nada llega (o llega de oídas) al Parlamento, y nuestro máximo dirigente, la esfinge maragata de la Moncloa, calla (y otorga a sus señoritos). Estamos en guerra, en cualquier caso, y los auténticos señores de la misma han declarado también el secreto de Estado en sus fronteras, donde nunca se pone el sol. La imposición política del secreto y sus prohibiciones aparejadas van de lo razonable a lo grotesco; bien está que no se informe en los medios del nombre del almirante de la flota, pero ¿por qué la canción Imagine, de John Lennon, una meliflua balada hippy, no se puede radiar en Norteamérica? Entre los secretos razonables y los ridículos caben los peligrosos que, en la medida de nuestras pacíficas fuerzas, habría que combatir. Combatir o resistirse a esa voluntad del Gobierno estadounidense de manipular, oscurecer y silenciar en otros (la cadena de televisión Al Yazira, por ejemplo) lo que 'no es bueno para él'. Si muchos de los países gobernados según principios islámicos practican la censura como norma, nosotros, el mundo libre, tendríamos que distinguirnos por la libre información de todo lo que no esconda claves militares o estratégicas. Yo no quiero saber dónde almacena Bush las bombas ni los términos de su fisión nuclear. Sólo pretendo saber si (con lo inteligentes que son) caen a voleo, y cuánto tiempo y sobre cuántas cabezas tan inocentes como las de las víctimas del 11 de septiembre seguirán cayendo. El misterio y la ambigüedad, que tanto han servido a la historia del arte, suelen tener efectos letales en la historia política del mundo.

Hace días, el periódico Le Monde dedicó una página entera a revelar secretos de guerra. Otra guerra, la de Argelia, que la Francia democrática luchó y perdió, silenció y ocultó. Le Monde contribuye, con estas nuevas revelaciones, al debate hace tiempo iniciado en la sociedad francesa sobre los gravísimos abusos y torturas que la razón de Estado y la urgencia de combatir el terrorismo del FLN tuvieron a bien permitir. La información que ahora se pone de manifiesto afecta a las mujeres argelinas masivamente violadas por los militares franceses con la benevolencia de sus superiores. Entre 1954 y 1962 la violación en ciudades y sobre todo en el campo fue sistemática, salvaje y muchas veces acabada con la muerte de las prisioneras. El número de las víctimas está por contarse, pero hay algunas voces aisladas que cuentan su historia. La que da pie a la página de Le Monde es la de Mohamed Garne, un destruido hombre de 41 años, 'francés por crimen', quien, tras superar mentiras y trágicos conflictos sobre su identidad, localizó a su verdadera madre viviendo como troglodita cerca del cementerio de un pueblo montañoso de Argelia. La mujer recibió al intruso con un hacha de piedra, pero acabó reconociéndole, y tiempo después, por la insistencia del hijo, contó a los tribunales cómo Mohamed era el fruto de una violación sostenida y colectiva, que sólo cesó cuando los soldados franceses la supieron encinta; de despedida, le calentaron el cuerpo con descargas eléctricas. Para vivir un poco menos apestada, esa mujer atribuyó el hijo ilegítimo a un argelino muerto en la guerra, y durante años se aferró al secreto de esa falsificación.

Es una simple historia de guerra. Saldrán más, como han salido en Japón o en el Marruecos de las cárceles de Hassan II. Bin Laden y todos los que pretenden la destrucción citando al dios de la ira merecen castigo. Nosotros no. Y cuando digo nosotros digo todos los que queremos justicia pero no mentira. Un castigo que implique la crueldad, la falsedad y las espurias razones de Estado no nos salvará. Nos hará patriotas de la tontería útil.

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