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GUIÑOS
Columna
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Viaje a China

Desde su aparición, la fotografía ha estado relacionada con los viajes. El destino más insólito merece ser guardado en unas cuantas imágenes, bien para enseñarlas a quienes la pereza no les deja desplazarse mucho más lejos que su mullido salón o bien para atesorarlas en un álbum como recuerdo de aquellos escenarios que un día pasaron ante nuestros ojos. Son testimonio de un descubrimiento, de una aventura o, sencillamente, de una excursión de la que nos sentimos orgullosos. De la tentación de guardar memoria de un pequeño retazo de los espacios vividos sobre soporte fotográfico pocos humanos escapan. Algunos realizan las tomas de manera compulsiva, sin detenerse en excesivas reflexiones; otros más expertos en las artes plásticas lo hacen con una idea preconcebida. Éste es el caso de Margarita González (Palencia, 1956), que expone estos días en el Photomuseum de Zaratuz su Viaje a China 1997-2000.

Desde tiempo inmemorial, la misteriosa e intrigante China siempre ha sido anhelo de viajeros avezados. Ya en el siglo XIX los reporteros, influidos por exóticas modas orientalistas, llegaban a este país para captar con sus cámaras los aspectos más curiosos de una refinada civilización cuyos orígenes se adentran milenios anteriores a la era cristiana. Hoy día, el progreso del transporte simplifica el acceso a estas tierras antes tan remotas. Margarita González, licenciada en Bellas Artes, tomó rumbo hacia ellas atendiendo a una llamada recibida por su tótem catódico, esa televisión que seguro preside algún rincón de su hogar. En 1997, vio en la pantalla la imagen llorosa del último gobernador británico en Hong Kong y se preguntó: ¿por qué no puede contener las lagrimas? La pregunta, incitada por una imagen, buscaba respuesta con otras imágenes. Ésta fue la génesis de la colección de fotografías en blanco y negro ahora visibles en la sala de Zarautz.

Las imágenes se presentan en formato cuadrado. La rigidez de esta forma, que representa el equilibrio absoluto, se dinamiza con una correcta distribución de puntos y líneas en su interior. El género al que se recurre es claramente documental, sin confundirse con el reportaje periodístico, que pide otros criterios de selección. Los recursos utilizados por la autora conforman una atmósfera muy personal. Una primera observación sobre las composiciones ofrece un tono de ingenuidad plástica. La segunda lectura nos revela mayor complejidad. Se ve en el conjunto una clara intencionalidad donde los contrastes temáticos se combinan con la búsqueda de puntos de vista con evidente inspiración renovadora.

Desde Hong Kong a la Gran Muralla las fotografías traen lugares como Güilin, el río Lijiang, Hangzhou o Shanghai. La inmensidad de los rascacielos que se construyen en Hong Kong, recubiertos con andamios de junco, contrasta con la miseria de los sampanes, esas pequeñas embarcaciones multifuncionales, que se bambolean arrimadas a los muelles. El pescador se ayuda de un ave tan marinera como el cormoran para llenar su cesto de pescado. En la plaza de Tian An men (Puerta del Cielo) la foto de Mao Zedong preside la puerta de la Ciudad Prohibida. Allí llegan los turistas locales a retratarse con el único hijo que permite la economía planificada. Otra de las fotografías, una curiosa composición donde mandan las líneas diagonales, enseña cómo dos hombres, en una frágil patera de cinco troncos de bambú, se acercan a vender artesanías al poderoso barco de chapa en viaje de recreo. El recorrido, tal y como se presenta en el libro-catálogo de la exposición, culmina con una panorámica de la Gran Muralla, donde unos visitantes hacen un alto en el camino y dejan a su espalda la monumentalidad de esta obra defensiva perdida entre valles y montañas.

El conjunto expositivo no solo transporta al espectador a descubrir una nueva geografía humana; también da que pensar sobre aspectos puntuales de una forma de vida donde todavía parece convivir el futuro con el pasado.

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