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Elecciones Europeas
Columna
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La elección de Europa

Ante las solemnidades de Normandía es probable que los más jóvenes se pregunten por qué conmemorar ese desembarco y, sobre todo, para qué celebrar una batalla tan sangrienta, tan feroz. Hemos de aceptar que a toda institución o país les asiste el derecho a evocar los sucesos capitales de un tiempo pasado, porque la narración que los ordena sirve para trazar analogías entre el presente y el ayer, entre nosotros mismos y nuestros antecesores. En el siglo XIX, la disciplina histórica contribuyó decisivamente a la edificación de los nuevos Estados-nación, esas entidades territoriales soberanas que aparecían en medio del ruido y la furia de las revoluciones. Nacionalizar a los campesinos, a los artesanos, a los hacendados, convertirlos en ciudadanos, exigía hacerles cómplices de un relato común, convencerles de las gestas de sus ascendientes. Esa costumbre ha llegado hasta hoy, aunque, la verdad, algo han cambiado las cosas. En efecto, hasta hace poco, en las celebraciones políticas del pasado fue habitual el belicismo, la calentura guerrera; en las actuales, en las de Normandía por ejemplo, después de los horrores del siglo XX, las conmemoraciones suelen tener un carácter cívico, rememoran a todos los muertos y glorifican la libertad, la ciudadanía.

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Por lo común, la festividad bélica o la solemnidad civil se apoyan en la idea de la historia como memoria. Acuérdate de lo que hicieron tus antecesores, celebra sus empresas, no desdeñes lo que te ata a ellos. Tienes que saber de dónde vienes, cuál es tu progenie, cuál la herencia. En otros casos, cuando el pasado común es aborrecible, cuando de aquél se derivan trastornos o consecuencias a prevenir, cuando de ese tiempo sólo nos vienen crímenes o depravaciones, entonces su simple reminiscencia será edificante: quien desconoce lo que otros concibieron, quien desconoce lo que sus antecesores menoscabaron, está forzado a repetirlo, a errar otra vez, a provocar otros perjuicios igual de execrables. Es decir, a la historia la imaginamos como un cemento que nos da coherencia o como una enseñanza que encarrila y de la que se desprenderían guías a seguir o patrones a evitar. Pero, además, al pasado se le atribuyen valores comunitarios. Así como el recuerdo individual nos confirma la herencia, la evocación colectiva nos enlaza a una comunidad, afirma las redes primarias y nos hace ver, en efecto, que no nos pertenecemos enteramente, que hay dependencias insuperables. Aunque esa concepción de la historia pueda tener sus virtudes cívicas, me consentirán que formule un reparo menudo. Hoy en día, muchos historiadores tendemos a desconfiar de la función conmemorativa a que estaríamos obligados y que habría sido labor habitual entre los colegas. ¿Por qué razón? Porque la historia que hace del pasado un monumento a venerar suele confirmar la identidad, dándonos una imagen retocada del proceso que llega hasta nosotros y que nos corrobora. Un ejemplo de lo que digo podemos hallarlo en las celebraciones de Normandía.

Normandía celebrado por Jacques Chirac como la puerta por la que Europa habría accedido a la libertad es una idea interesante, pero sólo parcialmente verdadera y en buena medida fantasiosa. En primer lugar, el triunfo de los aliados en aquellas playas no se debió sólo al coraje guerrero, sino también a una circunstancia bélica muy particular que no siempre se recuerda con la debida generosidad. K. S. Karol lo mencionaba hace diez años en este mismo periódico. En medio de las celebraciones, decía, Bill Clinton y François Mitterrand se refirieron al mérito que correspondía a los valerosos combatientes del frente del Este, pero de una manera muy escueta, menguada, sin reconocer en toda su amplitud que "el desembarco sólo fue posible porque las mejores divisiones de la Wehrmacht se encontraban en el frente ruso. Si los alemanes las hubieran tenido en Francia, los aliados ni siquiera habrían pensado en lanzar su flota contra las playas normandas", concluía. En segundo lugar, y resulta fatigoso tener que repetir detalles obvios, el fin de la Segunda Guerra Mundial no supuso la terminación de todos los totalitarismos, no significó el cese de la tiranía estalinista, ni de otras dictaduras aceptadas, el castizo franquismo, por ejemplo. Etcétera, etcétera.

Por eso, festejando la derrota de la barbarie nazi, de lo dicho y lo oído en el acto del domingo 6 de junio, lo mejor no fue ni lo manifestado por Chirac o por Bush, sino el discurso más realista, más modesto, menos conmemorativo, del primer ministro alemán Gerhard Schröder. "Los ciudadanos europeos y sus políticos", decía, "tienen el deber de no dar ninguna oportunidad aquí ni en otros sitios a la guerra, a los crímenes de guerra y al terrorismo". Por eso, "los cementerios militares y las cicatrices de las dos guerras mundiales imponen a todos los pueblos europeos, y en particular al pueblo alemán, el deber de oponerse al racismo, al antisemitismo y a las ideologías totalitarias", añadió. "Los objetivos democráticos a los que aspiramos son la libertad, la justicia y una vida digna para todos, en la paz, sin odio religioso, sin arrogancia nacional ni ceguera política". ¿Existe mejor elección para Europa? Ahora que los comicios europeos sólo parecen despertar un insignificante interés, tal vez convenga recordarles a los escépticos, a los burgueses amodorrados en que nos hemos convertido, lo que se sigue cuando nos abandonamos a la indiferencia o al totalitarismo, cuando nos desentendemos de la libertad y de la responsabilidad y nos inquietamos sólo por el fútbol continental. No conmemoremos un pasado rehecho, retocado. Celebremos sólo la democracia por la que aún hay que porfiar.

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