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Columna
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Las naturalezas del robo

Recientemente, un altísimo jerarca de uno de los más grandes bancos de este país realizaba una declaración tan polémica como contundente: el Estado del bienestar no es viable, hay que desmontarlo, y cuanto antes se haga mejor.

Es posible que el jerarca apoyara su reflexión a partir de ciertas percepciones que muchos podríamos asumir de igual manera: la certidumbre de que el sector público, en ocasiones, pesa demasiado; el agravio comparativo que supone, entre los trabajadores, el privilegiado estatus funcionarial frente a los que subsisten a duras penas en el sector privado; o la certeza de que la gratuidad de ciertos servicios públicos conlleva un uso abusivo de los mismos. Pero de asumir esas razonables percepciones a cargarse de un plumazo las mayores cotas de bienestar que ha conocido la humanidad en toda su historia media alguna distancia.

Es curioso que quienes critican furibundamente al Estado como proveedor de servicios sean siempre aquellos que no necesitan recurrir a ellos. En general, los críticos con el Estado del bienestar tienen el bienestar asegurado, de modo que consideran oportuno no financiar el bienestar de los demás. Ellos conciben la política social como un tremendo lastre para una sociedad dinámica. Lo curioso es que nada dicen de la economía especulativa, que lastra con mayor dureza aún al verdadero sector productivo. Se puede cuestionar que algunos ciudadanos hagan un uso excéntrico de la sanidad pública -no hay más que conocer a cualquier médico de Osakidetza para llenar toda una sobremesa de jugosas anécdotas al respecto-, pero que la crítica del servicio público parta de quienes ni lo utilizan ni esperan nada de él resulta completamente impertinente.

Europa ha conseguido materializar una transferencia de rentas -moderada, pero real- de las clases pudientes a las desfavorecidas en virtud de la financiación pública de ciertos servicios. Y esto es un principio de justicia colectiva, en modo alguno una retribución al mérito individual. Porque la naturaleza humana es la que es, no hay que engañarse, y la condición de pobre no hace mejor a una persona. La posesión de mucho dinero o la desoladora ausencia de él son datos objetivos y no referentes morales. La honradez nada tiene que ver con el patrimonio. Así como hay honrados empresarios que pagan al Estado todo lo que deben, hay honestos ciudadanos que utilizan los servicios públicos sin ánimo de saqueo. Y, del mismo modo, si hay empresarios que defraudan sin escrúpulos, también hay gentes humildes que sobreexplotan el presupuesto público. Así que a ningún empresario le asiste el derecho a quejarse: también los pobres tienen derecho al fraude. El uso indiscriminado, abusivo o extravagante de los servicios públicos es, en cierto modo, la pequeña venganza de los pobres.

Todos los que viven de una nómina, de una pensión o de una subvención social se saben absolutamente sometidos al control de Hacienda (o de nuestras queridísimas Diputaciones forales) que siguen el rastro de cada uno de sus céntimos de euro con el rigor de unos sabuesos; y sólo los empresarios o los profesionales liberales -sí, esos abogados o dentistas a los que siempre se les olvida pasarnos la factura (y a nosotros pedirla)- pueden documentar pérdidas extraordinarias, ingresos miserables o rentas de mendigo, por más que se sepan de memoria todas las marcas de vinos gran reserva. Si los ricos son desleales con el Estado defraudando a hacienda, evadiendo capitales o elaborando complejas operaciones de ingeniería contable, los pobres lo son visitando decenas de veces al pediatra, cobrando si pueden dos pensiones o llevándose bolígrafos de plástico de los mostradores públicos. No hay por qué alentar el latrocinio, pero tampoco parece correcto sancionarlo desde instancias que se dedican a robar con idéntico fervor, si bien con mejores resultados y mediante técnicas mucho más sofisticadas. Lo reconozco, que en el gasto social haya dispendios no es para estar orgullosos, pero no es de recibo que eso se les haga intolerable a aquellos que conocen al dedillo el régimen fiscal de todas las islas del Caribe.

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