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Columna
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Europa

Poco ha salido Europa, ni de perfil siquiera, en la inane campaña electoral que cerramos. Y lo peor de todo no parece que sea la ignorancia habitual de la clase política, su ignorancia de Dante o de Shakespere (¿qué es Europa sin Shakespeare y sin Dante? A lo peor lo que es), sino la indiferencia de los electores, la indiferencia de los europeos en general hacia la idea de una Europa común.

Los jóvenes europeos se movilizan contra la globalización, contra la contaminación, contra la guerra, contra las tropelías de Bush, pero la idea de Europa les deja más bien fríos. Sus barandas discuten de lo mismo en Francia o en España o en Italia: discuten de sus cosas. Durante la campaña electoral para el Parlamento Europeo se despachan asuntos de política interna en todos los países. En esto sí que somos europeos también los españoles, aunque hace setenta años un español como Orterga y Gasset afirmaba: "Si hoy hiciésemos balance de nuestro contenido mental -opiniones, normas, deseos, presunciones- notaríamos que la mayor parte de todo eso no viene al francés de su Francia, ni al español de su España, sino del fondo común europeo". Desde la Barcelona de principios del siglo pasado, los novecentistas pedían la "Europa Una" como mejor camino para regenerar la vida nacional. Luego vendría un vasco, don Miguel de Unamuno, a dar la nota de color local sosteniendo que lo que había que hacer no era europeizar España, sino españolizar Europa. Pero esa es otra historia.

El hecho es que Europa ha dejado de excitarnos en la misma medida en que lo verde no empieza más allá de los Pirineos, sino en cualquier peep show. Hace lustros que Europa no es un sueño de libertad sexual, playas bajo el asfalto y libros de Jean-Paul Sartre. Europa, al parecer, es un aburrimiento. Un paraíso sombrío y acolchado de burócratas, técnicos y políticos mediocres que, pese a todo, mantienen vivo un Parlamento cuyas enmiendas tendrán más influencia en nuestras vidas que gran parte de las leyes elaboradas por los parlamentos nacionales. Hay un espacio público europeo que no acaba de surgir, y ese es el gran fracaso. Mientras tanto, nuestros países son cada vez más una mala copia de los Estados Unidos. Nuestra televisión, nuestra comida, nuestro mercado editorial, nuestra ropa, nuestro modo de hablar, nuestras casas y coches se parecen cada día un poco más a las de los americanos. Eso sí: jamás veremos a un militar o policía europeo sorprendido practicando torturas y juzgado por ello. Por una vez coincido con el filósofo francés André Glucksmann: la norteamericana, ha escrito, "es la única democracia que no ha censurado la publicación de los crímenes cometidos por sus soldados y la única en la que las comisiones parlamentarias de investigación convocan a un presidente, ministros, generales y jefes de servicios secretos para interrogarles sin reservas ni restricciones". Pero yo les hablaba de Europa.

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