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¿Está Cataluña en estado?

¿Vamos a dejarnos envolver una vez más en ese psicodrama del si somos o no somos; de si somos una comunidad, un país, un pueblo, una nación? ¿Vamos a tener que seguir mascando la suela de la identidad como los indios mascan la hoja de coca? ¿Estamos decididos a seguir exhibiendo nuestras dudas existenciales, para secreto regocijo de aquellos a quienes cedemos así el privilegio de comprendernos, de reconocernos e incluso de buscarnos el acomodo que apacigüe nuestras quejas? ¿Vamos a seguir olvidando que quienes tienen hoy los auténticos problemas de identidad son los Estados; unos Estados cuya operatividad estratégica, rentabilidad económica y legitimidad política no son ya ciertamente lo que eran? ¿Acaso no es la propia "soberanía nacional" que ellos esgrimen la que ha de ser hoy redefinida y redimensionada? ¿O es que vamos a seguir creyendo que las estructuras políticas que lideraron la "modernización" en el siglo XVII o XVIII siguen siendo el modelo político irrebasable, en cuyo seno deben buscar el correspondiente alveolo todas los demás? ¿Y cómo se explica que sean los Estados tradicionales quienes, paradójicamente, quieren llamarse ahora nación ("Nación española") en lugar de "Estado español" -término éste que, según Jiménez de Parga, "sugiere una mera soberanía mitigada, disminuida y descafeinada-?".

No sé dónde acabará todo eso. De lo que estoy seguro es de que para salir del atolladero hemos de empezar por reconocer que el Estado conserva tanto la legitimidad política como el prestigio social que le otorga su práctico monopolio de la fuerza y de la asistencia. Sanción y cobijo, palo y zanahoria, patria y matria a la vez; he ahí la aureola mítica que aún envuelve al Estado.

El aura de la Nación, por el contrario, es mucho más consciente y explícita que la del Estado -y por ello mismo, seguramente, también menos operativa-. De ahí que yo proponga a mi país el irse desmarcando del nostálgico imaginario nacional para acceder al cívico imaginario estatal. Dejémonos pues de nociones y naciones metafísicas: tenemos, ciertamente, un pasado, pero somos (como decía Gramsci) aquello que podemos llegar a ser. Y la verdad, las condiciones objetivas para ir alcanzando una naturalización estatal del país son ciertamente favorables; de hecho sólo falta que su gente quiera (y pueda) manifestarse mayoritariamente en este sentido. Cataluña no es muy grande ni poderosa, ciertamente, pero lo que es la soberanía de la mayoría de los Estados tampoco goza hoy de muy buena salud.

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En efecto. Cuando la teórica independencia de todos los Estados va manifestándose como una real interdependencia; cuando las ciudades van constituyéndose en agentes decisivos de la globalización; cuando los límites claros que definían áreas precisas (a la vez económicas, militares, administrativas, lingüísticas, energéticas, etc.) se ven difuminados por los solapamientos del área y regiones; cuando, en resumen, un mundo en red va transformando en obsoletas las estructuras radiales favorecidas por el Estado moderno... Cuando todo esto ocurre, las perspectivas de que a menudo vayan resultando más funcionales, digamos, las cataluñas que las españas pueden no estar tan lejos. ¿No le iría mejor al Prat una hub de Lufthansa que seguir atado por la casposa retórica de la "compañía de bandera"?... Todo ello sin excluir que, visto lo visto, muchos catalanes deseen seguir asociados al Estado español -ahora sí, por razones identitarias, genealógicas o sentimentales- y formar con él una nación de naciones. Pero en tal caso serán españoles porque lo han decidido; no porque una Constitución los haya encerrado ahí con la insignia de "nación" colgando del cuello. Sé que ni el nuevo Estatuto ni la reformada Constitución pueden, de un plumazo, solucionar el tema -pero sí pueden encauzarlo mejor o peor hacia el futuro-.

Cuando este futuro se dibujaba color de mosca, es lógico que el catalanismo fuera a menudo nostálgico y esencialista. Cuando la perspectiva a medio plazo es la que se vislumbra, cuando el viento no lo tenemos ya en proa, seguir enzarzados en lo de si somos o no somos una nación más o menos histórica me parece un simple disparate. De lo que se trata, muy simplemente, es de conseguir la financiación, la representación europea y las competencias no revocables ni laminables que nos permitan administrar ese combinado de coacción y de protección que generan la adhesión del ciudadano a un Estado; dadme este huevo, diría yo, que ya le encontraremos su fuero. Los nombres, los símbolos, son importantes, sin duda, y sobre su sabio manejo escribí ya hace mucho tiempo ("Las razones de Pujol", La Vanguardia, 25.IV.81). Pero hoy se trata de construir una escuela, una sanidad, una integración social ejemplares. En todo caso, es por cosas así que muchos catalanes votarán eventualmente por un Estado -se diga o no que somos una Nación-.

En los ochenta peleé para que el catalán fuera usado en las instituciones europeas, no para que fuera nominado; reivindicaba su uso político, no un diploma de oficialidad. Y es por lo mismo que hoy reclamo el poder de controlar nuestros recursos y de orientar nuestro futuro, no un membrete de nación o nacionalidad más legítima o más histórica que la del vecino.

En el fondo de este proyecto está mi deseo de alcanzar un marco político donde no resulte ya necesario ser nacionalista (algo que a mí me tiene frito) y donde la propia identidad política no tenga que ser tan expresada como simplemente ejercida; donde esta identidad deje por fin de ser un querido tema para transformarse en una simple tarea. Entonces no tendremos ya que insistir regularmente en que Cataluña es una nación: bastará anunciar gloriosamente que Cataluña está en estado, y que muchos son los caminos del Señor.

"Evitadme, Señor, el dolor físico" -decía Oscar Wilde-, "que del psíquico ya me encargo yo". "Dadnos, Señor" -remedaría yo- "la independencia práctica, que de la formal ya nos encargaremos nosotros".

Xavier Rubert de Ventós es filósofo.

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