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Columna
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El premio

A Alfred Nobel solemos conocerlo de perfil o tres cuartos, impreso con solemnidad numismática sobre el medallón que el rey de Suecia entrega cada aniversario a hombres con chaqué, o en retratos de taller entre un aire pomposo y algo polvoriento de magistratura de provincias. Durante décadas buscó la gloria en los laboratorios, en pos de algún secreto no revelado de la materia que le granjeara un puesto entre los benefactores del género humano: quizá, bajo las nubes de azufre, en medio de aquellos mostradores repletos de vasos de cristal que recordarían a una coctelería, acarició la idea de que generaciones venideras pronunciaran su nombre entre signos de exclamación y de que su localidad natal, al borde de un fiordo, se convirtiera en destino de una romería. Pero al final de su periplo químico no le aguardaba precisamente el resplandor de un nuevo amanecer. Lo que surgió de sus cálculos no fue la cura para una enfermedad difícil de convencer, ni un método para declarar amor o pedir auxilio sin la interposición de los océanos: el resultado consistía en una variante de la nitroglicerina mucho más estable y letal, en forma de pasta, que servía indiferentemente para abrir esófagos en mitad de las montañas, reducir a añicos una catedral, convertir un ejército en desechos de hospital o amputar las dos piernas de un concejal desde una lapa adherida bajo el motor de su coche. En las madrugadas, donde reside la clarividencia, el hombre que quiso ser redentor se asomaría a imágenes de un futuro ensangrentado, y divisaría menos lejos que lo que habría querido el aire contaminado de ceniza que envuelve las ciudades arrasadas. Por fin, comprendiendo que ningún somnífero apartaría esos vislumbres de su almohada, decidió reconciliarse con el destino instituyendo una fundación con su nombre, unido a los de la paz y el progreso que había servido para vapulear. Desde 1901, el premio Nobel distingue a científicos y artistas con un presunto denominador común: el de contribuir a hacer del ser humano un poco más bípedo y a atajar los indicios de retroceso que a veces amenazan con devolverlo a su estado de animalidad.

Dicen que el mecanismo de los cerebros suecos sólo se puede parangonar en complejidad con el de los relojes suizos y que nadie sabe a ciencia cierta qué sucede en las eminentes cabezas de los miembros de la Academia horas, días, meses antes de que se emita el veredicto. Para la mayoría de las personas de a pie, legos en mecánica cuántica e ingeniería del genoma, los de Medicina, Física y Química siempre están bien dados si eligen a algún profesor con gafas, que no sabe escoger sus chaquetas y que posa el mismo día del fallo en un despacho atiborrado de carpetas inquietantes. Los de Literatura y la Paz, cuyos aciertos o pifias también pueden apreciar los miopes, se prestan mejor a los vaivenes de la controversia. El inefable Al Gore, recién elevado al parnaso de los defensores de la convivencia, visitará Sevilla a finales de mes con la intención de reclutar "un ejército verde" que le asista en su cruzada contra los malos humos. No se me ocurre discutir el acierto de la elección de Gore, que desde que las urnas le dieron esquinazo se ha aplicado a forjarse una imagen de hombre conciliador, acongojado por los problemas que amenazan al mundo vegetal y la pésima estrategia ambiental de su oponente electoral. Pregunto si un galardón que persigue honrar a personalidades cuya contribución a un mundo donde fusiles y ametralladoras cuenten con menos protagonismo del que hasta ahora se les ha otorgado puede recaer en un político sólo distinguido por una loable declaración de buenas intenciones. Sospecho que cualquier conocedor de la situación mundial conseguiría alegar media docena de nombres de instituciones o particulares que, en esas guerras calladas, en esos genocidios de barriada y cortijo que no ocupan espacio en los noticiarios, ha acumulado más méritos para el diploma que este señor tan saludable y mediático. Por lo demás, a saber si un Nobel de la Paz no supone más zancadilla que empujoncito para un aspirante a la Casa Blanca: los votantes saben de sobra que las manos blancas no se llevan demasiado bien con los teléfonos rojos.

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