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Columna
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Azar mediante

Al día siguiente de la tragedia, un diario se preguntaba en su editorial "cómo es posible que en esta época avanzada de la aviación comercial, en un país altamente desarrollado y en una terminal como la T-4, paradigma de la modernidad, se produzca un siniestro tan terrible". Lo que la pregunta trasluce, así planteada, es la ilusión del progreso. ¿Acaso no estábamos consiguiendo ya, con todo nuestro adelanto científico y tecnológico, acorralar al azar? Al fin y al cabo, ése es el sueño de todo proyecto utópico: dominar de tal manera la naturaleza que no quepan apenas resquicios para las piruetas del azar. Que todo sea seguro, programado, previsible, libre de contingencias.

Por supuesto que nos interesa a todos conocer las fatídicas causas del accidente. ¿Fallo técnico o fallo humano? Aunque fuera lo primero, se terminará remitiendo sin duda a lo segundo: por insuficiente control técnico, por negligencia de la compañía en apuros económicos, o por lo que fuera. Debe haber algún responsable, se piensa. Porque el azar, sin más, es inaceptable como responsable. Y, sin embargo, si nos fijamos en las historias individuales que componen esta tragedia, ¿con qué otro término explicarlo? ¿Por qué perdió Juan el taxi que le impidió llegar a tiempo para tomar el avión? ¿Por qué le dieron a Cristina tal asiento en lugar de tal otro? ¿Por qué sobrevivió Pepe con sólo unas quemaduras, mientras murieron todos los que estaban en la fila de al lado?

Estos fatídicos accidentes nos recuerdan que todos vamos, de algún modo, sentados en un avión

De todos modos, la buena suerte no suele requerir una explicación (no es habitual preguntarse "¿por qué a mí?"), como sí se la pedimos, a menudo inútilmente, a la mala suerte. En los pequeños reveses del azar, el consuelo suele ser relativamente fácil. Todos compartimos ciertos mecanismos compensatorios, del tipo "desafortunado en el juego, afortunado en amores". Como cuando, por ejemplo, al llover torrencialmente el día de la boda, se les dice a los apenados novios que eso trae suerte. Compartimos en general la ilusión de que la mala suerte en un aspecto o periodo de la vida se ha de compensar con una buena fortuna en otra esfera u otra época vital. Como cuando decimos de alguien que "se merece" que ahora le toque algún dinerillo, o encuentre un buen trabajo, después de todo lo que ha sufrido. Late ahí la esperanza de que haya un cierto orden moral en el mundo, cierta justicia poética, un equilibrio entre la ración de dolor y alegría que le ha sido deparada a cada uno.

Cuando el azar es irreversible, en cambio, no hay nada que hacer. La muerte rompe toda ilusión compensatoria (excepto si recurrimos a parámetros escatológicos: la promesa del cielo). Los familiares y amigos de las víctimas tendrán que arreglárselas con su dolor. Y, tarde o temprano, pronunciarán la frase inevitable: "la vida sigue". Sin duda, y en ese contexto, la frase más cruel y más hermosa al mismo tiempo.

Los lectores de periódicos amanecemos todos los días con nuevas entregas de la lucha humana por ampliar los círculos previsibles del orden (tanto en el ámbito económico como en el sanitario, en el político como en el tecnológico) y reducir los zarpazos de la contingencia. Los fatídicos accidentes como el de Barajas nos afectan a todos, entre otras cosas porque percibimos lo fácil que hubiera sido que nos tocara a cualquiera de nosotros. Porque nos recuerdan que todos vamos, de algún modo, sentados en un avión, azar mediante.

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