_
_
_
_
_
'sticky fingers' | el tiovivo

MI IPOD

Restaba grados de calor a un día riguroso de verano, con el agua del Mediterráneo a la cintura, cuando accidentalmente palpé en el bolsillo derecho del bañador, la silueta inconfundible de mi iPod. Movido por el pánico lo saqué inmediatamente a la superficie y lo deje escurrir, cogido por la cola, como si fuera un salmonete, o un congrio. La experiencia submarina está contraindicada para estas máquinas que cargan el soundtrack vital de cada quién y qué son, como dije cuando hablaba del iPod de Barack Obama, un auténtico "espejo del alma" o, para seguir por la senda del refrán y la paráfrasis: "Dime qué oyes y te diré quién eres". Lo que yo oía y era en ese momento tenía la pinta de un naufragio. Salí del mar, sequé amorosamente el iPod con la camiseta, eché un poco de vaho a la pantalla y, con un suspense que me hacía temblar un poco, le dí al play. La máquina estaba oficialmente ahogada y lo único que se me ocurrió fue correr a enchufarla, a meterle una transfusión eléctrica que me devolviera el alma. Pasé el resto de la tarde visitando, cada media hora, la habitación donde convalecía el iPod, con la pantalla oscura y el cuerpo deslavado. Cerca de la media noche, cuando ya había perdido toda esperanza y me acercaba a él murmurando una letanía fúnebre y autocompasiva, abrió los ojos, es decir: encendió la pantalla como un ahogado que regresa a la vida. Me puse los cascos y oí, asombrado, la canción The future, de Leonard Cohen.

La pantalla, aunque su luz transmitía una exultante vitalidad, estaba en blanco, no había ni letras, ni imágenes, ni nada. Cuatro o cinco canciones más tarde había logrado hacer un diagnóstico completo, la resurrección había modificado la personalidad del iPod, su inmersión en el mar lo había vuelto rabiosamente independiente y ahora no había forma ni de programarlo, ni de enterarse de los títulos de lo que iba tocando ni, por supuesto, de elegir alguna canción de su copiosa memoria; el iPod no obedecía más que a su propia inspiración y, durante esos primeros minutos del diagnóstico, no me gustó nada que otro manipulara el espejo de mi alma. Unos días más tarde me había acostumbrado a su nueva vida, había descartado el proyecto de regresarlo al fondo del mar y comprar uno nuevo, y comenzaba a apreciar ese regreso, forzado e involuntario, a la experiencia original de oír música: sin aditamentos, sin información visual que te distraiga, sin el ansia de manipular la selección aleatoria de la máquina. Con aquel milagroso regreso a la vida volvió la ilusión, la sorpresa, el alma que se queda en vilo cuando no sabemos lo que nos depara la siguiente canción.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_