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Balón dividido
Columna
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La importancia de no anotar

Juan Villoro

El fútbol es una actividad loca en la que resulta peligroso marcar ciertos goles. Durante 40 años fue terrible abrir el marcador en la final de la Copa del Mundo. Todo comenzó en el Estadio Centenario de Montevideo el 30 de julio de 1930. Los anfitriones llegaron al desenlace ante el rival de siempre: Argentina. La multitud se presentó ocho horas antes del partido y el árbitro exigió que una barca lo aguardara en el puerto por si tenía que salir huyendo.

El primer gol finalista fue anotado por un argentino de nombre perfecto para la ocasión: Pablo Dorado.

Los visitantes tomaron la delantera sin saber que inauguraban una maldición. A partir de entonces, el primer equipo en anotar perdería el Mundial. Uruguay se impuso 2-1 como si el castigo inicial fuese un tónico para reaccionar. En 1970 el mal fario seguía vigente. En el partido cumbre, el fútbol castigaba a los que mostraban méritos demasiado pronto. Mi padre me llevó al Brasil-Italia. En el camino al estadio Azteca recitó un axioma: "El que anota primero, pierde". En franco desacato a la profecía, Pelé anotó con un cabezazo de embrujo. Recuerdo a Gérson en el medio campo, uniendo las manos en plegaria. ¿Agradecía la ventaja o pedía clemencia?

El fútbol es tan extraño que la administrativa Italia podía beneficiarse del gol envenenado. Boninsegna empató poco después, pero sirvió de poco. Ese día, como escribió Pier Paolo Pasolini, Brasil recitaba un fútbol de poesía, muy superior a la prosa italiana. La final concluyó 4-1 y los brasileños se quedaron con la copa Jules Rimet.

¿Qué certeza podía tener Pelé de que al abrir el marcador no perjudicaría a los suyos? Una curiosa aritmética lo respaldaba. Ese Mundial sería recordado por los goles que no anotó el Rey.

Ante Checoslovaquia, tomó el balón en medio campo y advirtió que el portero contrario, Ivo Viktor, se había ido de picnic. Lanzó una parábola de suave peligrosidad que durante unos segundos fue el gol más hermoso del mundo, pero que acabó a un lado de la portería. Ante Uruguay, un pase lo dejó solo ante un guardameta de leyenda, Ladislao Mazurkiewicz. En vez de controlar el balón o rematarlo, lo dejó pasar. La finta venció al portero. Entonces el Rey persiguió la pelota que se había enviado a sí mismo sin necesidad de tocarla. La alcanzó en posición incómoda. Aun así, estuvo a punto de anotar. ¿Y qué decir de su mayor lance ante Inglaterra? Bajo el deslumbrante sol de Guadalajara, martilleó un centro con la frente, picando el balón hacia la línea de cal. Hizo todo lo que un semidiós puede hacer para vencer a otro. Pero Inglaterra no pierde por aire. Banks logró la mejor atajada de su vida.

Si Pelé hubiera marcado esos tres goles los recordaríamos menos. Quedaron en la memoria como jugadas rigurosamente imposibles.

Desde 1930, cuando un árbitro pidió una barca para salir del partido, la superstición aconsejaba no anotar primero. Para superar el maleficio, Edson Arantes do Nascimento tuvo que pagar una singular cuota de goles no anotados. En 1970 ganó el Mundial. De manera más significativa, demostró que el fútbol importa por los goles, pero sobre todo por la ilusión de que puedan ocurrir.

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