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Tribuna
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Odio y tolerancia en Palestina

Emilio Menéndez del Valle

Viajo con cierta frecuencia a la Palestina ocupada. Para evitar reticencias, aclaro de entrada la intencionalidad de la expresión. Con ella no cuestiono la legitimidad del Estado de Israel nacido hace medio siglo por voluntad de Naciones Unidas. Sin embargo, señalo que la Autoridad Nacional Palestina tiene, a la fecha, jurisdicción únicamente sobre una quinta parte de los territorios cuya devolución estipularon los acuerdos de Oslo, que, como acertadamente acaba de recordar en este periódico Maruja Torres, fueron hechos 'a medida de Israel, no a la de las justas reivinicaciones del pueblo oprimido'. Recuerdo, además, que esa quinta parte constituye, a su vez, tan solo un quinto del territorio de la Palestina histórica.

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La ofensa se agiganta si se tiene en cuenta que los generosamente denominados territorios autónomos de Gaza y Cisjordania están a su vez invadidos por una peculiar metástasis. Me refiero al sinfín de asentamientos judíos, muchos de ellos controlados por colonos extremistas, estratégicamente ubicados en o contiguos a zonas palestinas y cuya misión es de punta de lanza, de provocación cotidiana o simplemente la de hacer inviable un Estado palestino racionalmente configurado.

El pasado 25 de enero me hallaba, en compañía de otros parlamentarios europeos, a unos centenares de metros de una de esas colonias, en Jan Yunis, sur de la franja 'autónoma' de Gaza, rodeados de la chiquillería palestina recién salida del colegio de al lado. Sin piedras, sólo con libros, curiosos ante nuestra presencia, nos hacían preguntas. Algún o algunos colonos judíos, probablemente imbuidos de similar curiosidad, decidieron manifestarla con disparos, probablemente al aire, pero suficientes para obligar a niños palestinos y adultos europeos a poner pies en polvorosa. Sin duda se trataba de la reglamentaria provocación de ese día, que, tal vez por ser jueves, fue de carácter suave.

El pueblo palestino, en su historia reciente, ha padecido y padece colonización, expulsión, explotación. Masacre, miseria, ocupación. Alienación. Decepción, frustración, rebelión, miedo, terror, odio. Sobre esta permanente y penosa condición -soportada individual y colectivamente durante décadas- gravitan algunos elementos que la hacen todavía más indeseable. La sociedad palestina -desarticulada, fragmentada, desquiciada- persigue constituirse en Estado no sólo para vertebrar su dignidad nacional, sino también, simplemente, para acceder a derechos y servicios que únicamente una entidad estatal puede dispensar. Hasta hoy, tal afán ha sido -con ausencia de inteligencia política- bloqueado por Israel, con la complicidad y la falta de vergüenza política de la peculiarmente denominada 'comunidad' internacional, también conocida como Occidente.

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Así las cosas, tres cuestiones emponzoñan aún más el panorama: el ansiado retorno a su tierra de varios millones de palestinos que viven exiliados desde 1948 o 1967 (derecho negado por Israel); la soberanía sobre la parte oriental de Jerusalén, de siempre árabe, y las mencionadas colonias judías. Se comparta o no, puede entenderse la preocupación israelí por la amenaza demográfica que, según su percepción, entrañaría un regreso masivo de palestinos a la zona. De ahí que los acuerdos de Oslo asumieran que ese tema, como el de Jerusalén Este, hoy ocupado por Israel, fuera postergado para el final de las negociaciones. Pero ¿qué razón existe -salvo la de la fuerza y la agresión que ya he comentado- para empeñarse en mantener los asentamientos? Ninguna que se sostenga mínimamente. Algo que afortunadamente comparten significativos y amplios sectores de la opinión pública israelí. Uno de los casos más absurdos y de más flagrante provocación lo constituyen los asentamientos de Beít Hadassah y Tel Rumeida (apenas unos centenares de colonos judíos) en el corazón de la populosa ciudad 'autónoma' de Hebrón (cien mil árabes). El prestigioso diario israelí Haaretz, tras recordar que se trata de colonias ilegales retroactivamente aprobadas por los sucesivos Gobiernos judíos, escribe que 'fueron provocaciones deliberadas contra la población árabe... espinas para los palestinos, cargas para el Ejército y, para muchos israelíes, obstáculos en el camino hacia la paz' (Evacuate the Jews of Hebron, 3-4-2001). Si los distintos Gobiernos laboristas -en principio, más proclives a tratar con los palestinos- no han podido, sabido o querido zanjar un tema causante de tanta indignación, frustración y rencor, hay que imaginar lo que se puede esperar del Gobierno Sharon que tan pedagógicamente está mostrando su condición y cualidades para abordar éste y otros asuntos.

Éstas son las coordenadas de un largo conflicto del que hoy no se vislumbra solución a corto o medio plazo y en el que -por la enorme desigualdad de recursos materiales de los contendientes y por el abusivo y desproporcionado uso de la fuerza que uno de ellos hace- los palestinos llevan, por ahora, las de perder. Resulta improbable que se logre a corto plazo un acuerdo justo. Quisiera equivocarme y hay que propiciar que todos (pero una iniciativa fiable debe partir del más fuerte, esto es, Israel) trabajen para lograrlo. Es preciso reiterar que, sin justicia y equilibrio, ningún pacto perdurará. En cualquier caso y mientras se obtiene una atmósfera favorable que lo posibilite, la opinión pública debe tener en cuenta: a) Hay un ocupante y un ocupado; b) No nos hallamos ante dos ejércitos regulares de dos Estados que combaten entre sí; c) No se trata de lograr un alto el fuego entre dos combatientes iguales, uno de los cuales -ante la desmesurada capacidad bélica del otro- es prácticamente virtual; d) La cuestión no estriba en que Israel 'haga concesiones', sino en que devuelva territorios que ocupa ilegalmente, algo reconocido por Naciones Unidas, por la mayoría de la tan cacareada comunidad internacional y por el propio Israel después de Oslo; e) No es cierto que Israel 'haya devuelto' determinados territorios y que Arafat haga oídos sordos. Los negociadores palestinos estaban hartos de escuchar del equipo Barak promesas que luego no se concretaban, pretendidas seguridades sobre repliegues del Ejército israelí que jamás llegaron a realizarse.

Ariel Sharon llegó al Gobierno con la promesa de que pondría fin a la inseguridad que suponía la Intifada Al Aqsa desatada por los palestinos. Como se recordará, tal sublevación se inició como consecuencia de los muertos causados por los israelíes cuando, en octubre de 2000, ejerciendo su derecho a la provocación, Sharon se presentó, rodeado de miles de policías, en la Explanada de las Mezquitas de Jerusalén Este donde rezaban los fieles musulmanes. La política de aplastamiento sin contemplaciones que está llevando a cabo el primer ministro israelí no podrá traer la seguridad para sus conciudadanos salvo que liquide físicamente a los millones de palestinos que viven dentro y fuera de Palestina. Y probablemente conseguirá incrementar hasta límites insostenibles el odio y el rencor de la sociedad palestina e islámica hacia los judíos, dentro y fuera de Israel. Odio ya suficientemente acendrado debido a las numerosas medidas extremadamente represivas para con los palestinos o a otras provocadoramente indulgentes hacia israelíes que han asesinado a palestinos. Como muestra de las primeras, la demolición de numerosas casas palestinas, incluidas las de las familias de todo supuesto terrorista. Comportamiento desproporcionado y cruel y que atenta contra el principio jurídico de que únicamente la persona que comete un delito es responsable de sus actos. La doble vara de medir quedó en evidencia en 1994 cuando un colono judío asesinó a 29 palestinos en Hebrón y -afortunadamente- no se actuó contra la vivienda de la familia del asesino. Por otra parte, tal como resalta el diario israelí Maariv (22-1-01), una peculiar concepción de la indulgencia hace que el asesinato a sangre fría de un niño palestino por otro colono israelí en 1996 acabe de ser zanjado por un tribunal de Jerusalén condenando al criminal a seis meses de trabajos sociales.

La historia demuestra fehacientemente que es imposible establecer una cultura de la tolerancia en una sociedad sujeta a ocupación militar. El conflicto de Oriente próximo no es cuestión baladí y cuando se llegue a algún tipo de acuerdo permanente, el odio tardará en desaparecer y la desconfianza mutua probablemente persistirá durante largo tiempo. Es urgente seguir buscando el pacto -si bien con las condiciones y cautelas que expongo en este artículo- porque cuanto antes se selle un razonable entendimiento antes comenzará la cuenta atrás del proceso de buena voluntad y educativo que embarque a las futuras generaciones de israelíes y palestinos en la ingente empresa de aceptarse mutuamente y de prosperar en vecindad. Generaciones futuras que harán bien en estudiar su historia de estos meses, años y décadas, porque, como dice John Elliott, la ignorancia conduce, precisamente, al recelo y al odio.

Emilio Menéndez del Valle es vicepresidente de la Delegación para Palestina del Parlamento Europeo.

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